Peracha Tazria - Metsora
El libro “Sefer Haiashar” nos cuenta algo realmente impresionante que le ocurrió a Rabenu Don Itzhak Abarbanel ztz”l, cuando se desempeñaba como ministro del tesoro del rey de españa. Tanto lo quería el rey, que eso provocaba la envidia y el odio de todos los otros ministros.
Ellos se dirigieron al rey con la siguiente propuesta: vos tenés toda tu confianza depositada en él, ¿alguna vez pusiste a prueba su honestidad? Hagamos una prueba para comprobar qué tan correcto y confiable es…
El rey aceptó…
Los ministros le aconsejaron pedir un detalle de su riqueza para saber si se enriqueció lícita o ilícitamente.
Cuando ese día, rabenu Don Itzjak Abarbanel se presenta delante del rey para saludarlo, éste le pide que le prepare un detalle de sus posesiones.
Muy bien, contestó, la palabra del rey es como la ley para mí, iré a mi casa y haré un detalle preciso de todo mi haber.
Una hora más tarde vuelve y le entrega sus cuentas al rey: setecientos setenta mil pesos. Cuando los ministros se presentan, el rey les muestra las cuentas de su querido colaborador.
Riéndose le dicen al rey, solamente la mansión donde vive vale el doble de la cuenta que presentó, aparte de la casa que tiene en tal lugar y los campos en otro lugar, esto es una burla a la investidura real, cualquiera que vea estas cuentas se da cuenta que es un engaño…
El rey escuchaba y ellos siguieron: las propiedades que nosotros conocemos suman un valor que multiplica varias veces su declaración, y todo eso sin contar el dinero que puede tener guardado, los bienes muebles, joyas y las empresas de las que es socio…
El rey ya estaba enfurecido, hasta parecía encendido por dentro, ¿cómo podía haber sido engañado así por alguien en que tanto confiaba? ¿Alguien a quien tanto quería, qué no le había dado, qué le faltaba para tener la necesidad de engañarlo?
Bueno, dijo el rey, este hombre está condenado a muerte, pero, si lo matamos de manera que se todo el mundo lo sepa, seremos la burla de todos los medios, para la gente se verá como divertido lo que se puede hacer con el dinero del tesoro real… Hay que buscar otra forma de ejecutar la condena.
Dijeron los ministros: en las afueras de la ciudad hay una fábrica que elabora ladrillos que tiene un horno que está encendido día y noche. Mañana por la mañana, cuando el ministro se presente ante el rey, como todos los días, para saludarlo, le pedirá que haga una visita de rutina, una inspección en la fábrica de ladrillos. Previamente, el rey ordenará al dueño de la fábrica, que cuando llegue alguien proveniente del palacio del rey, sea atrapado y arrojado al horno…
Así, el ministro iehudi desaparecerá sin que nadie sepa que fue de él. Ni siquiera el dueño de la fábrica sabrá a quién arrojó al fuego!
Muy bien, dijo el rey, manos a la obra…
Por la mañana, el ministro llegó al despacho del rey, que lo envió a recorrer la fábrica de ladrillos, y salió de la ciudad, siguiendo las órdenes del rey.
En el camino, ve a un iehudi desesperado, que va de un lado al otro del camino buscando quién sabe qué cosa. El ministro detiene su marcha y le pregunta qué es lo que necesita.
El hombre le dice: en hora buena, mi señora dio a luz un varoncito hace ocho días, y yo estoy aquí, en las afueras de la ciudad, hoy, en el día del Brit Mila de nuestro bebé, buscando un “Mohel”, que pueda ser mi socio en el cumplimiento de este precepto tan importante. Hace rato que doy vueltas sin poder encontrar un Mohel, ¿acaso usted conoce algo de esta profesión, sabe hacer una Mila?
En efecto, rabi Itzjak era un experto Mohel. Sin perder ni un segundo, acompañó al iehudi a su casa y cumplieron con el precepto del Brit Mila en su debido tiempo.
Y, como un precepto nos empuja a cumplir otro precepto, hicieron un banquete en honor al Brit Mila al que invitaron también al Mohel. Cuando terminó el festejo, nuestro ministro le hizo un importante regalo a la familia para ayudarlos en las compras de las cosas necesarias para el bebé y la parturienta.
Mientras tanto, en el patio del palacio real, reinaba la alegría. Los ministros festejaban la muerte del ministro iehudi que odiaban “con el alma”. Comieron y bebieron hasta emborracharse, y más tarde decidieron ir a la fábrica para escuchar el relato del dueño, querían escuchar, y disfrutar, al saber cuánto lloró y suplicó el iehudi para que no lo tiren al fuego, y saber cómo fue su fin.
Llegaron a la fábrica, muy alegres, y fueron recibidos con todos los honores y una extremada calidez. -¿De dónde vienen?, les preguntaron.
-Del palacio del rey, contestaron.
De pronto, alguien ordenó cerrar los portones, y comenzaron a arrojarlos al horno, uno a uno…
Sobre el final de la tarde, el ministro Abarbanel llegó a la fábrica.
-El rey me ordenó que haga un recorrido por la fábrica, dijo.
-Podés decirle al rey, que todo se hizo como nos ordenó, contestaron.
Extrañado con la respuesta, y como ya era muy tarde, debido al Brit Mila y al banquete posterior, decidió volver al palacio del rey para transmitirle el mensaje del dueño de la fábrica.
Cuando el rey ve que llega el ministro iehudi, casi se desmaya, quedó petrificado, con la boca abierta, como si hubiera visto un muerto que volvió a la vida. El ministro le transmitió las palabras del dueño de la fábrica y ahora el rey entendía todavía menos…
El rey investigó, y comprobaron que todos los ministros del rey, a excepción del ministro iehudi, encontraron la muerte en el horno de la fábrica.
-En verdad, dijo el rey, el que debía haber terminado quemado en el horno eras vos!!!
-¿Yo?, ¿por qué?, ¿acaso cometí algún pecado?, ¿hice alguna cosa en perjuicio del honor del señor rey? Toda mi vida trabajé con honestidad, dijo el ministro Abarbanel muy consternado.
-Por la forma en que me engañaste, por eso merecés la muerte, tus posesiones suman más de diez veces a lo que declaraste, explicó el rey.
-Con su perdón, señor rey, contestó el ministro, puede ser que lo que se ve que poseo sea algo grande, ver que tengo propiedades y negocios aquí y allá, pero todo lo que se ve no es mío, todo eso que se ve es propiedad del señor rey, y la prueba de ello es que, hoy o mañana o cuando se le ocurra, con una sola palabra el rey puede apropiarse de todo. ¿Existe alguien que pueda prohibirle hacer eso al rey?
Entonces, si cualquier posesión puede pasar a manos del rey, ¿puedo decir que sean mías?
Por eso, aunque parezca que tengo mucho, ¿quién puede decir que sea realmente mío?, ¿quién puede decir que no lo pierda, accidentalmente o por una irresponsabilidad?, ¿o cuántas cosas desaparecen del mundo solamente por el “mal de ojo”?
Cuando el señor rey me pide un detalle de lo que tengo, hice la cuenta de la plata que entregue en mi vida en forma de caridad, Tzedaka, la plata que utilicé para cumplir preceptos. Ese es mi dinero, sólo mío, los preceptos que cumplí, son una posesión que nadie me puede sacar…
-Entonces, reconoció el rey, la razón está de tu parte, y con justicia te salvaste de la muerte, y tus enemigos cayeron en tu lugar.
Y lo que no supo ninguno de los protagonistas del relato, que fue el precepto del Berit Mila, lo que salvó al ministro iehudi…